miércoles, 11 de marzo de 2009


Abrí la puerta de un tirón, con una precipitación ridicula, y allí estaba él, mi milagro
personal.
El tiempo no había conseguido inmunizarme contra la perfección de su rostro y estaba
segura de que nunca sabría valorar lo suficiente todos sus aspectos. Mis ojos se
deslizaron por sus pálidos rasgos: la dureza de su mandíbula cuadrada, la suave curva de
sus labios carnosos, torcidos ahora en una sonrisa, la línea recta de su nariz, el ángulo
agudo de sus pómulos, la suavidad marmórea de su frente, oscurecida en parte por un
mechón enredado de pelo broncíneo, mojado por la lluvia...
Dejé sus ojos para lo último, sabiendo que perdería el hilo de mis pensamientos en
cuanto me sumergiera en ellos. Eran grandes, cálidos, de un líquido color dorado,
enmarcados por unas espesas pestañas negras. Asomarme a sus pupilas siempre me
hacía sentir de un modo especial, como si mis huesos se volvieran esponjosos. También
me noté ligeramente mareada, pero quizás eso se debió a que había olvidado seguir
respirando. Otra vez.

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